La arrogante presencia del castillo medieval, construido sobre una sólida base roquera –dicen los belmezanos que mide 84 metros de altitud–, domina como un grabado antiguo todas las
vistas de Belmez. Tres formas hay de contemplar el castillo matriz, cuyo origen sitúa el historiador Ricardo Córdoba en época califal: la primera, a distancia, vigilante del Valle del Guadiato; la segunda, desde la propia villa, que propone jugar a descubrirlo enmarcado por calles o sobrevolando los tejados; y la tercera de cerca, cara a cara, tras superar las escalinatas que ascienden por la falda meridional del escarpado cerro. Esta ascensión, más fácil de lo que al viajero le pueda parecer, regala una vista casi aérea del caserío, que desplegando sus rojos tejados se extiende mansamente a los pies de la derrotada fortaleza.
El trayecto con más encanto de Belmez es sin duda el que discurre entre la plaza de la Iglesia de la Anunciación y la ermita de la Virgen del Castillo, situada a los pies de la fortaleza. Toma la plaza el nombre de la parroquia de dicha advocación, monumento que la llena y la hermosea. Si toma asiento en cualquiera de los bancos situados enfrente, entre risueños arriates, el viajero apreciará cómo despliega el templo la blanca fachada de la epístola, agraciada con elementos que la amenizan, como los contrafuertes, las claraboyas, la cúpula de la capilla mayor, rematada por una blanca linterna sobre la que anidan las cigüeñas, y un azulejo mural con la efigie de la patrona la Virgen de los Remedios, que reside en una ermita periférica.
Pero lo más destacado del conjunto, donde primero se fijan sin duda los ojos del viajero, es la rojiza y esbelta torre que apunta al cielo desde los pies del templo; tiene un primer cuerpo de mampostería, por el que escala una bignonia trepadora, y en el que se abre un arco de medio punto –la antigua portada, hoy en desuso–, sobre el que se elevan otros tres cuerpos decrecientes de ladrillo, de raigambre mudéjar. Corona la torre otro nido de cigüeñas, que de tarde en tarde sacuden la calma silenciosa con su crotorar, como llaman los biólogos al frotar de los picos. El origen medieval que se atribuye a la iglesia primitiva queda desdibujado por posteriores reformas, como la cabecera, fechada a principios del siglo XVII.
Ahora debe el viajero seguir la calle de Santa María y estar atento a las apariciones del castillo, enmarcado por las calles descendentes que a ella se abren, como Coso y Tesoro, o la plaza de los Hospitalillos, conjunción de campo de deportes y modesto jardín, separados por una hilera de falsos pimenteros. En esta calle, como en otras de Belmez, sorprenderán al viajero la abundancia de artísticas gárgolas de hojalata –que aquí llaman dragones– junto a los aleros de los tejados, por las que escupen los canalones el agua de lluvia.
Y enseguida la ermita de la Virgen del Castillo, que cautiva por su recogimiento y sabor medieval; una breve escalinata flanqueada por jardincillos asciende hasta el pequeño atrio que cobija su portada adintelada. Si el viajero tiene la fortuna de encontrarla abierta debe asomarse al interior para apreciar sus apuntados arcos transversales de rojo ladrillo, tan característicos de las iglesias de la Sierra, y su intimismo envuelto en penumbra. La imagen titular, en cambio, es moderna, pues la original dicen los belmezanos que se desintegró en un brusco balanceo procesional. Viendo la protectora presencia que el castillo ejerce sobre tan antigua ermita, pensará el viajero, con razón, que su Virgen titular no podía llamarse de otra forma.
A la vera de la ermita arranca la escalonada vía que asciende hasta el castillo, jalonada de tuyas y chumberas y rotulada con el nombre de Rafael Canalejo Cantero, aquel popular “alcalde del millón” que la televisión en blanco y negro hizo famoso en los primeros años setenta, que la gente aún recuerda con emoción y gratitud. Al inicio de la subida el poeta cordobés José de Miguel dedica un hermoso soneto el castillo, grabado sobre una indeleble lápida de granito oscuro: “Alto airón que a las nubes desafía / erguido como un águila cimera / en su sitial de rocas pareciera / guardián fiel de la fértil serranía”, proclama la primera estrofa del poema. Después de leerlo, quisiera el viajero ser águila imperial para encaramarse de un vuelo en la desdentada torre del Homenaje que domina el paisaje.
Publicado por Francisco Solano Márquez (año 2003) en el Diario Córdoba hablando sobre los encantos de los pueblos de Córdoba.
Que gozada escuchar ésta palabras sobre nuestro pueblo.
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