Aunque la de verdad sea Ankara, nadie pone en duda que la capital extraoficial de Turquía sea Estambul: la antigua Bizancio de griegos, persas y macedonios; la Constantinopla en la que resistiera el Imperio Romano de Oriente y, hasta entrado el siglo XX, la niña mimada de los sultanes otomanos, que no escatimaron a la hora de adornar de fabulosos palacios y mezquitas esta embrujadora ciudad partida en canal por el estrecho del Bósforo, acotada por el Mar Negro y el Mar de Mármara, y vuelva a dividir en su cogollo más monumental por el resplandeciente tajo de agua bautizado como el Cuerno de Oro.
Con sus cerca de diez millones de almas, Estambul no sólo es la ciudad mas grande de Turquía, amén del epicentro de su vida política, económica y cultural. Además, es una de las megalópolis más vitales, desconcertantemente contradictorias y desde luego hermosas de todo el planeta. Con una pata apoyada en Europa y la otra en Asia, ninguna como ella para oficiar como puente entre Oriente y Occidente y promover los intercambios culturales a nivel europeo, que es el objetivo que esta vibrante urbe con tantísimos siglos a sus espaldas se ha fijado para, por lo menos, los próximos doce meses.
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